Era verano y la temporada de tormentas aún estaba por llegar. No sé por qué pero me apetecían unos caracoles. Hacía años que no los probaba, de hecho, últimamente ni siquiera los podía ver, pero...
Decidí ir a la caza. Tenía que ser temprano, así que me eché a dormir. Por la mañana, cuando me levanté desayuné dos latas de ricas fabadas y un par de cervezas. Cogí los bártulos y allí que me fuí.
No fué muy lejos, a apenas 1500 metros de mi balcón, se divisaba un descampado y convecido de que allí encontraría tan rico manjar pronto estuve en marchar.
Iba con una pequeña bolsa enrejada y una regadera con agua. Recordaba aquella palabra "tormenta". Así que de la mejor forma que supe comencé a imitar a la naturaleza. No fué díficil, el agua la tenía y la rica fabada haría su trabajo. "La tormenta perfecta", pensé.
Qué forma de salir caracoles del suelo. En menos de una hora tenía prácticamente llena la bolsa, estaría un rato más y me iría a casa.
Me senté un rato para descansar, tenía la espalda molida de tanto agacharme, cuando escuché un extraño ruido y la sensación de que el terreno se habría delante de mi. Y así fué, sin poder reaccionar, en un instante emergíó del suelo lo que sin duda era el caracol más grade que jamas pude imaginar, no tenía buena cara y sus antenas se fijaron en mis ojos, nariz, frente. En segundo abrió su gigantesca boca y sin inmutarse se me tragó completamente.
No regresé nunca de aquel descampado.
2 comentarios:
Caracoles, albricias.
¡Qué muerte más babosa y lenta!
Las latas de fabada tendrían que advertirlo en el prospecto.
Juas juas juas!! Muy muy bueno, me ha encantado en final. Me he echado unas buenas risas.
Saludos
Publicar un comentario