En los últimos doce meses lo había intentado todo. En su búsqueda de la eterna juventud se operó los pechos (dos), glúteos (también dos), costillas (si, dos, extraídas). Se estiró lo inestirable y se empachó de botox.
Consiguió que la gravedad no ejerciera sobre sus dones naturales su irremediable efecto, aunque posiblemente tampoco se miró con detalle al espejo. No era más que una amalgama de carne orientada hacia arriba y una especie de rostro y cuerpo difuso.
No tuvo bastante, le hablaron de una crema que contenía el principio definito, el no vá mas dentro de los no va mases. Lo anunciaban por televisión, en la teletienda. No tendría más que llamar y acabar con lo poco que le quedaba en su maltrecha tarjeta de crédito.
Apenas en una semana recibió en casa su "poción" mágica. Debía de aplicarla por todo su cuerpo, el efecto, decía, era inmediato. Y así lo hizo. Se quedó desnuda y restregó sobre su cuerpo todo lo que el frasco contenía.
En sólo unos segundos notó sus efectos, sentía como su piel rejuvenecía, cambiaba de color. Era increible. También notó, y esto ya no le entusiasmaba tanto, que de sus ojos se proyectaban dos enormes apéndices alargados. Al abrir la boca, su lengua, se partió terminando en una bifída prolongación de esta. De su espalda, con gran dolor, asomaba una aleta desagradable y asquerosa.
Horrorizada y antes de perder la vista por completo, leyó el prospecto que incluía la pequeña caja en la que le habían envíado su deseada crema. Contiene: "baba de caracol, extracto del veneno de la serpiente más venenosa jamás conocida y escamas de aleta de tiburón ciego".
Evidentemente nunca volvió a salir de su casa.